Silvia (Cuento)
Silvia
Iría al parque y se sentaría a respirar el aire fresco. Lo necesitaba. Cuando se cruza la frontera hacia la libertad no se vuelve la vista atrás, sobre todo cuando el precio ha sido alto.
Durante ocho años, Silvia lo soportó casi todo: los celos, los comentarios que laceraban con la naturalidad del hábito, la indiferencia, las ausencias, las infidelidades. La casa se había vuelto un museo del desprecio. En ella, todo parecía tener un valor salvo ella misma.
Una tarde, mientras el café humeaba en la mesa, Julián sentenció con su voz agria:
—Lo único que vale algo en esta casa es mi camioneta, mi celular… y este encendedor —dijo, mostrándolo entre los dedos como si fuera una joya.
Era un encendedor metálico, pesado, con el brillo arrogante de las cosas inútiles que buscan significar poder. Silvia lo observó unos segundos, sin emoción. Luego bajó la vista a la taza que sostenía y se quedó mirando el vapor. Las volutas ascendían lentas, dibujando formas que se disolvían en el aire. Ese día no respondió. Pero el silencio fue más elocuente que cualquier palabra.
Esa noche, mientras Julián dormía con el celular sobre el pecho, ella lo tomó. Miró la pantalla: fotos, mensajes, rostros. Cerró los ojos y, con calma quirúrgica, lo dejó caer al suelo. El cristal se quebró en silencio. Luego tomó el encendedor que reposaba sobre la mesa de noche. Pesaba más de lo que imaginaba, como si en su interior contuviera algo más que gas: todos los años de humillación, todos los minutos de miedo.
El ruido lo despertó poco después de las tres. Un resplandor naranja se filtraba por las cortinas. Aturdido, Julián se levantó. El olor a humo era denso, irreal. Corrió hacia la ventana: su camioneta ardía como un altar profano en el patio. Las llamas devoraban la pintura, los asientos, los recuerdos que creía intocables.
Buscó su celular para pedir ayuda, pero solo halló la carcasa destrozada junto a la cama. El vidrio roto reflejaba el fuego de afuera.
—¡Mierda! —gritó—. ¡Silvia!
Pero la casa estaba vacía.
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Silvia estaba en el parque. Sentada en un banco, observaba el cielo ennegrecido al fondo del barrio. El humo se alzaba como una sombra gigante, una columna que separaba el pasado del presente. El viento arrastraba un olor a caucho y gasolina que no le resultaba desagradable: tenía el aroma de la libertad.
Entre los dedos, giraba el encendedor. Lo abrió, lo encendió una vez. La llama, breve, danzó ante sus ojos. Luego encendió un cigarrillo y exhaló lentamente.
—“Lo único que vale algo…” —murmuró, y sonrió.
El fuego del cigarro era más sereno que el otro. Este no destruía, iluminaba. Era suyo.
A lo lejos, las sirenas comenzaron a cortar la noche, pero ya no le pertenecían. Cerró el encendedor con un clic seco, lo guardó en el bolsillo del abrigo y se puso de pie. El parque respiraba con ella: los árboles se mecían, el aire era limpio, nuevo.
Cruzó la calle sin mirar atrás. Detrás de ella, las llamas se reflejaban en los vidrios de las casas como si el mundo entero ardiera por un instante. Pero era solo una vida vieja extinguiéndose.
Silvia dio otra calada, miró el cielo y siguió caminando.
El fuego, al fin, le había devuelto el aire.





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